Deslumbrado por el brillante sol que atravesaba el parabrisas delantero, el hombre conducía lentamente por Bel Air, California. Allí había mucho dinero. Él ni siquiera podía permitirse el alquiler de su diminuto apartamento de un dormitorio, mientras que esas personas eran dueñas de fincas que abarcaban más de dos mil metros cuadrados. No era justo.
El bebé, de tan solo unas pocas horas de vida, envuelto en una andrajosa manta y tumbado en el asiento delantero, empezó a revolverse. No iba en un portabebés. No tenía ninguno. Y no iba a gastar dinero en algo que no le hacía falta.
–No llores –murmuró casi sin aliento–. Ni te atrevas a llorar.
No soportaba el sonido. Para él era como el arañar de uñas contra una pizarra. Tenía que deshacerse de ese crío antes de que empezara a hacer ruido. Un ruido que llamaría la atención.
Había decidido llevarlo a la casa más alejada. Había estado en dos ocasiones en esa mansión y se le ocurrió que las mujeres que vivían allí podrían ser lo bastante empáticas como para acoger a un bebé abandonado.
Pero el pequeño se estaba despertando, de modo que detuvo el coche, miró a ambos lados de la tranquila calle, y agarró el pequeño bulto.
Solo le llevó unos segundos esconder al recién nacido bajo el seto más cercano. No se atrevió a acercarse más a la casa rodeada por ese seto. Ni podía perder el tiempo, ni arriesgarse a ser visto. Por la tarde el barrio estaba muy tranquilo, pero siempre había empleados entrando y saliendo…
Oyó que el bebé empezaba a protestar y se apresuró. Tras entrar de nuevo en el coche, arrancó.
Clic en la portada para empezar a leer la novela online...
Publicar un comentario